jueves, 23 de septiembre de 2010

Apología de la falta de sentido.

(...)no importaba el respeto por la privacidad, al menos no tanto como la convicción de que merecía saber la verdad. Revolvió en los cajones de la pieza durante unos minutos hasta que encontró el diario, y aceptando de antemano cualquier castigo que más tarde se impondría por esa profanación, lo abrió en unas de las primeras páginas. Y leyó.

"Estaba en un café en Avenida de Mayo. Lo primero que vi fue un castillo de cartas tambaleándose por culpa de las manos temblorosas del viejo que los puso en su lugar, pensando que eran los barrotes de su década pasada. ¿Dónde quedo el orgullo? La ansiedad es la excusa más simple pero eficiente, maldito Ockham. No recordaba cuanto azúcar había puesto en la taza, pero no descuidaba el cigarrillo. Acá no se viene a estar solo, acá vienen todos a reírse para que el ruido los distraiga de que una vez olvidaron el gas abierto en la cocina, y cuando volvieron sus gatos estaban muertos. No los culpo, aunque yo nunca tuve un gato. Buscar un sistema lo suficientemente complejo y funcional para sustentar el propio mundo es natural, pero nadie acepta que lograrlo lleva más de una vida. El único sistema que veía era el de la incertidumbre, la incertidumbre de no saber si es mejor darle otro sorbo al café, o salir corriendo y cometer cualquier vandalismo estúpido, para que, al ser atrapado, la propia locura quede (al menos un poco) justificada ante los ojos de los seres queridos.
No hacía falta levantar los ojos de la mesa para ver que la atmósfera del lugar no era de aire sino de madera, humo y luz débil. Me agradaba, pensé que quizá el día siguiente volvería y encontraría algún loco con el que charlar, pero no me ilusioné. Al menos no hasta que recordé como hacerlo.
En la mesa de al lado una pareja jugaba al ajedrez y discutía, en voz cada vez más alta. No era triste, al menos no para los observadores. Era solo el círculo perfecto de la idealización dando una vuelta más. La idealización seguirá marcando el ritmo de los pasos y de los latidos, aun cuando se hieran, se besen, se engañen, se acaricien y se duerman. Los envidio un poco. No siento culpa por descender voluntariamente al infierno para sacarle una foto, pero si siento culpa por no entender si lo que veo en el espejo es mi idealización del mundo, o el mundo idealizándome. Ellos no tienen que preocuparse por eso. De todas formas, encontré una herramienta igual de útil, cuando me duerma trataré de soñarme en otro lugar. Tal vez incluso con un gato.
Era un poco intimidante escribir en primera persona cuando pasaba una camarera y miraba raro. Después de todo, no estaba en casa.
Es interesante como en ocasiones como esa las palabras tienden a esconderse y se rehúsan a ser encontradas, es interesante imaginarse que conclusiones obtendría el análisis de un observador objetivo.
Pero no viene al caso.
Los minutos que son la materia prima de los días rutinarios, formando una masa compacta que presiona contra las orbitas oculares, en esa ocasión estaban contaminados por una niebla de ensueño. La vigilia había sido derrocada en plena vigilia por una turba de ideas que pugnaba por escapar de su bastilla nocturna. Y las primeras víctimas eran los sentidos, o lo que se conoce como “sentidos” en la vigilia. El flujo horizontal del tiempo se tropezó con una cascada, un lago estancado, y el regreso ascendente hacia la normalidad. Que monumentos tan perfectos para adornar ese nuevo paisaje eran los cafés, el tabaco, la luz del velador. Nadar en esas aguas era suficiente para soñarse en paraísos e infiernos a la vez. Era aceptable olvidarse del mundo y recordar las columnas llenas de enredaderas, las esperas en las plazas, el mar de noche, las veces en las que el sol del mediodía no era un enemigo… Pero el mundo no puede darse el lujo de dejar impunes a quienes lo olvidan, y su castigo (o retribución) preferido es enseñarle a los atrevidos que los pozos de sus almas no tiene fondo. Siempre se puede caer un poco más al fondo. Quizá tampoco haya un límite para la felicidad, pero no se puede tener certeza, porque los viajeros que habitan en esas alturas no tienen la necesidad de retratarlas en registros escritos. Algún día intentaré subir hasta allá y comprobarlo con mis propios ojos, pero primero me espera la agradable sentencia de recorrer todos los matices en los que la dicha y la melancolía se entremezclan, en todas las combinaciones posibles de sus proporciones.
Para enfrentar esta tarea, me propuse ser el más dedicado de los coleccionistas. Solo yo conozco las galerías de mi colección, y solo yo la amo con todo mi ser. Mis objetos preciosos son los recuerdos, desde los imponentes hasta los más insignificantes. Por ejemplo, aquella vez, hace años, en que caminaba hacia una estación de tren cualquiera, encierra una belleza infinita, porque ese instante, al igual que cualquier otro, abarca todo lo que hizo posible que ocurra. O sea, recordar un instante es recordar al mundo. Esa es la prueba irrefutable que necesito para saber que le pertenezco a la vida, que soy una más de sus consecuencias, que seguiré siendo uno más de sus protagonistas. Y si por algún motivo no puedo seguir siéndolo, mi colección ya es lo suficientemente grande como para confortarme. Puedo dar fe de que pase horas mirando tus labios mientras dormías y yo sonreía, de que ame y fui amado, de que te imaginé amada, de que no crecí, de que no pude apelar a ninguna justicia que declarase que nuestras miradas deberían haberse cruzado, de haberme preguntado si alguien nos habrá soñado a propósito en el mismo mundo, de haber estado escribiéndote mientras estabas sentada en el banco de enfrente, sin verme. Lo curioso es que tuviste muchas caras, y en realidad nunca exististe. Pero no importa, haber sido feliz una vez es suficiente para serlo en cualquier momento.
Mi pulso se queja porque necesita sentir el repicar de alguna campana, la vibración de las cuerdas del espacio acariciadas por el más fuerte de los vientos. Mi hemisferio boreal se ríe de estas palabras, pero claro, allá esta la aurora. Creo que estoy sobre la Tierra. Soy un laberinto diseñado por mi aurora, y creo que me perdí, aunque tal idea no me asuste. Vida, todos mis ojos te aman. Te pertenezco, permitime hacerte honor. ¿Y si en realidad estoy sobre la Luna? Las palabras serían polvo, todo tendría sentido, y si no lo tuviera seria humo.
No me escuchen, no hace falta, solo sonrían."

Cerró el diario con desgano. Había corrido muchos riesgos para obtenerlo, y ahora debería soportar los cortos minutos en los que aceptaría la desilusión. Al fin y al cabo, no era tan grave, pensó. Simplemente, lo que acababa de leer la había aburrido (...)

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