miércoles, 6 de noviembre de 2013

Prólogo a la sinestesia - 1/∞

El ensueño hizo que el balanceo de la cabeza antes del golpe fuera eterno, casi disfrutable. Pero inevitablemente la sensación del cristal frío dio de lleno en su frente. Abrió los ojos. El cristal estaba mojado, llovía del otro lado y algunas gotas habían pasado por una rendija. Estaba sólo en el compartimiento del tren, había dejado la puerta bien cerrada. 
La luz era débil, pero no hacía frío. Le resultaba agradable estar en un cuadrado de madera que avanzaba a no se sabe cuantos kilómetros por hora, atravesando un mar de pasto mojado bajo nubes como montañas negras y amarillas. Se prendió un pucho, y abrió un poco la ventana; el olor a tierra mojada se mezcló con el humo. Extrañaría esto cuando llegara.
Se hubiera dormido de nuevo, de no ser porque recordó el golpe. El balanceo había sido muy brusco, se suponía que no había curvas tan cerradas en ese tramo. Es más, era físicamente imposible que un tren realice semejante movimiento sin descarrilarse. Habrá sido distorsión del sueño...
Cabeceó un par de veces. Que importa, faltaban horas para llegar. Y el peso de la nuca inclina la mirada hacia arriba, y después la inercia hacia abajo, con los ojos hechos rendijas, y la razón tapada por un mantel. Y la gravedad cumple con su propósito, y la caída es instantánea y eterna, otra vez. Hasta el golpe, el sobresalto. No tardó nada en reaccionar, pero si unos segundo en entender - estaba sosteniendo el cigarrillo mas allá del filtro, y se quemó los dedos. Lo tiró por la ventana, y recién después pudo dedicarle la atención que se merecía a su nuevo acompañante.
Sentado (como podía) en el asiento enfrentado, había una masa negra cilíndrica, agazapando sus más de dos metros de altura en un semicírculo encorvado. Una inspección mas detenida, luego de haberse tomado el tiempo para enfocar, reveló un abejorro. Con pelos gruesos como lapicera, alas como papel glasé, ojos como manzanas podridas, y aparentemente incómodo porque no tenía espacio suficiente para cruzarse de patas.
Nunca había pensado tantas cosas en una fracción tan corta de segundo. Era intentar llenar un balde de agua dejándole caer un lago entero encima.
Y luego de que el lago se disipe alrededor del balde, la conclusión mas probable era que se estaba empezando a volver loco. Pero la ambientación seguía siendo acogedora, así que se reclinó y espero. No le pareció prudente ser quien dé el primer paso, tratándose de semejante huésped.
Y el huésped habló:
- Gracias por dejar abierta la ventana, me hubiera costado bastante entrar sino.
El pasajero giró la vista repetidas veces, de la ventana al abejorro, y de vuelta.
- Por más que la ventana fuera dos veces mas grande, no tendrías espacio suficiente para pasar.
- Eso podría ser ofensivo... Pero pasé, ¿no?
Y al pasajero le pareció fascinante el manejo que el abejorro tenia de su voz. Al parecer carecía completamente de la capacidad de transmitir estados con su rostro, dado que sus ojos y fauces se movían según mecanismos mucho mas rígidos. Pero su voz lo compensaba, no solo tenía manejo perfecto de las notas que emitía, sino que emulaba cualquier tono, o hasta género. Al principio lo saludó con voz de señor amable, tan bien actuado que hasta era difícil no imaginarlo con una sonrisa y un bigote, pero el último comentario, amagando un reproche, sonó como una veinteañera de carácter.
- Y... ¿A qué debo el honor?
- No hay apuro, ya llegaremos a eso. Faltan horas para llegar de todas formas, ¿no? Y alcanzar un tren en medio de la lluvia puede ser mas difícil de lo que parece. ¿No hay algo de comer?
- No, lo lamento, pero falta para la cena, y no llevo comida en el equipaje. ¿Un cigarro, tal vez?
Y sus ojos se cruzaron. Y finalmente sintió la amenaza. El gigante debe haberse sentido ofendido, porque no respondió. La ausencia de pupilas solo podía indicar que lo estaba mirando fijo. No hacía falta hablar, en ese instante sus ojos tenían un sólo propósito: avisarle que si eso fue una burla, le arrancaría los ojos mientras le remueve los intestinos con el aguijón.
Pero decidió darle el beneficio de la duda.
- No, gracias.
Voz grave, formal.
Pasaron tres minutos.
- Bueno, ya que veo que tus dotes de anfitrión no son las mejores, limitémonos a los asuntos oficiales. Vine a aplicar mi sentencia, date vuelta, por favor, dicen que en la espalda duele menos.
No era una idea muy tentadora, así que en vez de obedecer, se prendió otro cigarrillo.
El abejorro se irguió mientras dejaba explotar varios rugidos simultáneos. El pasajero intentó definir a qué animales pertenecerían, pero inmediatamente tuvo que concentrarse en otra cosa.
La pared del compartimiento que correspondía a la ventana salió desprendida al recibir una embestida colosal del gigante, quien luego dedicó un instante en arrancar la mesita y arrojarla por el boquete. El pasajero hubiera estallado en una risa maniática, pero cuando se reía mucho y fumaba le daba hipo, así que se limitó a mirar. Y escuchar.
- Soy el Devorador de Historias, y el Tribunal ha sancionado que debo ejecutar tu Condena. Mi veneno te dormirá, y cuando despiertes no volverás a saborear un instante de euforia, tu vida en adelante será sólo una sucesión de imágenes grises y monótonas, ¡te destierro del paraíso de la Catarsis!
- ¿Quién compone ese tribunal?
- Yo.
- ¿Y de qué se me acusa?
- No intentes aplicar tu lógica de mamífero, ¿vas a darte vuelta, o recibirás el aguijón en el ojo?
Y la providencia de la física y sus fuerzas intervinieron en el momento justo, porque otro sacudón inexplicable atacó el vagón, pero ya no había cristal ni pared ni mesa de la que sostenerse, y el pasajero fue absorbido por la intemperie. Lo último que atinó a hacer antes de rodar en el pasto fue apagar la colilla en el ojo del insecto, que volvió a rugir en mil lenguas, y lo seguía haciendo mientras el tren se alejaba...
"Este sería un buen momento para despertar, o para desmayarse", se sorprendió pensando. No había forma de alcanzar el tren, y no tenía muchas intenciones de hacerlo de todas formas.
Estaba en el centro de una llanura de pasto oscuro, descuidado y mojado, con lo que parecía un bosque que cubría la mitad del horizonte.
En un punto ubicó un árbol sospechosamente más alto que el resto, que enseguida resultó ser una columna de humo. Era imposible calcular la distancia, pero se metió las manos en los bolsillos, y empezó a caminar.
Apenas llovía, pero el viento se había puesto más violento. Lamentó no haber llegado a alcanzar su saco.

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