La vida de Atty estaba
marcada por las estaciones. A tal punto, que en realidad solía pensar que tenía
cuatro vidas distintas, que se alternaban de manera cíclica. Es algo que
prefería olvidar al comienzo de los meses fríos - le hacía sentirse atrapada,
siempre a la merced de noticias sobre la muerte de algún vecino o sobre nevadas
que impedían salir de casa durante meses. Pero hoy no era así. En dos días
llegaría la primavera, pero un viento apenas tibio ya le acariciaba los
antebrazos hace una semana. El viento había perdido la fuerza de cortar y
agrietar la piel. Era la señal de que estaba ante el comienzo de dos vidas
felices.
El pueblo preparaba el festejo que anunciaba el cambio de estación. Se respiraba aire de fiesta, habían sobrado más provisiones de lo esperado, y hacía tiempo que no tenían una buena oportunidad para tomar tanta sidra como pudieran. Algunos recordaban que dos comunidades vecinas habían prometido venir, y soñaban con que les regalen una piel o un barril más. Ningún joven estaba enfermo, y el olor a pasto era puro.
El pueblo preparaba el festejo que anunciaba el cambio de estación. Se respiraba aire de fiesta, habían sobrado más provisiones de lo esperado, y hacía tiempo que no tenían una buena oportunidad para tomar tanta sidra como pudieran. Algunos recordaban que dos comunidades vecinas habían prometido venir, y soñaban con que les regalen una piel o un barril más. Ningún joven estaba enfermo, y el olor a pasto era puro.
Atty era la única en el
pueblo que conocía a Morrigan. Sólo imaginar lo que le pasaría de contarle a
alguien la aterrorizaba, pero sabía que, mientras se mantenga en silencio,
estaría a salvo. En la temporada anterior su padre se había lastimado una
pierna, y a ella le tocó ir a buscar las trampas para conejos que había dejado.
No estaban demasiado lejos, solía recorrer distancias mayores en los meses
cálidos.
Las trampas estaban vacías,
se esforzó por no pensar en el hambre, y empezó a deshacer el camino lo antes
posible. Le gustaba hacer ese camino, pero lo prefería sin nieve. Había una
sección en particular, una curva cerrada que luego ascendía por un barranco,
justo antes de llegar al pueblo, que era su preferida. Incluso le había puesto
nombre y hablaba con la curva cuando no estaba apurada. Ese día no tenía tiempo
para jugar, y dobló sin detenerse.
En el pueblo solían hablar
de los osos, y era conocimiento general que estos preferían no acercarse. Pero lo
que tenía delante era una madre adulta, agazapada y tensa sobre el cuerpo de
una cría destripada. No gritó ni tembló. Sabía que no debía hacerlo, pero
mantuvo la mirada en los ojos de la bestia. Algo en su desesperación e ira
instintivas le resultó hipnótico. El momento pasó, y ambas recordaron quienes
eran. Atty corrió. No miró a dónde, rogándole a los árboles que quedaban atrás
que se interpongan. No sabía dónde terminaría, pero sería mejor que las garras.
Jadeó hasta que los pulmones empezaron a sentirse como piedras filosas, y
apenas notó que los árboles se estaban haciendo más tupidos, y crecían más
cerca los unos de los otros. Su cercanía era ridícula, pero bienvenida. Cuando
estaba considerando qué sería peor, si los dientes de la osa en su cuello o sus
pulmones explotando, notó que estaba ante una muralla de troncos. Sólo veía una
rendija, apenas lo suficientemente grande como para que ella se deslizara – y
sin pensarlo, lo hizo.
La osa no podría
atravesarla, pero lo que vio al cruzar no ayudó a sus pulmones. Se encontraba
en un claro circular perfecto, con un gran roble en el centro – el más alto que
había visto jamás. Y debajo de él, una niña, casi como ella, arrancando con la
boca pedazos del cuerpo de un lobo. Esta vez no reaccionó. Conocía a los osos,
pero esto no sabía cómo asimilarlo. Conocía los bosques, pero los árboles no
crecían como paredes, y las niñas no comían lobos. Cayó de boca sobre la nieve.
Despertó sentada de
espaldas al roble, en un hueco entre sus raíces. No se percató de que no sentía
dolor ni frío. Y miró alrededor, segura de que en algún lugar encontraría los
restos de su cuerpo, que debería haber sufrido un destino similar al del lobo.
En vez de eso, al lado suyo se irguió lo que había confundido con una niña. De
lejos su silueta debería haber sido similar a la suya, pensó, pero ahora notaba
su error. Su pelo era una cortina de hojas de sauce, sus dedos, ramas
puntiagudas, y su piel tenía la textura de la corteza cubierta de musgo. Sólo
su cara era humana, con un gesto de rigidez absoluta en los labios. Habló con
voz grave. Habló primero con tono de autoridad absoluta, anteponiéndose a los
miedos de Atty, le ordenó que descansara. Luego habló con tono suave, y le
pidió que no temiera. Finalmente habló en voz tenue. Le habló de cómo su madre
le contaba historias al roble, de cómo un día este le respondió, de cómo fue
concebida con palabras. Atty no recordó mucho. Cuando volvió a abrir los ojos
el árbol contra el que estaba recostada era otro, apenas en las afueras del
pueblo.
Los festejos tuvieron la
cantidad de alcohol adecuada. Atty no bebió mucho, temía marearse y acercarse
demasiado a una de las fogatas, como a la niña de una de las historias de su
abuela. Pero rió y bailó con los demás.
La delegación del pueblo
vecino vino, como había prometido. Cuando más de la mitad de los hombres había
cruzado el tercer umbral de la borrachera, uno de los leñadores locales decidió
encarar al invitado más rico y reprocharle que entre los regalos que trajeron
no había hachas. Decidieron arreglarlo con la mayor dignidad posible; dejaron
que los amarren por sus respectivas manos izquierdas, mientras intentaban
tajear a su pareja con las navajas que tenían en las derechas. Cuando el
invitado perdió una oreja y el leñador se ahogó con su pulmón perforado, fue
claro que la ausencia de hachas no era un problema, y los festejos continuaron.
Aburrida, asumiendo que no vería nada que no habría visto antes, Atty deambuló
buscando ramas flexibles para hacerle una corona a su madre. Dos veces vio
como, apenas fuera del alcance de la luz de las hogueras, un árbol delgado
caminaba. Recordaba a Morrigan sin temor, pero aun tenía suficiente prudencia
como para evitar salir corriendo tras ella en la noche. Si ella misma se
acercara hasta Atty, podría pedirle que le ayude, seguro no le costaría mucho
saber dónde encontrar las ramas que necesitaba.
Esto no podía ser un oso, no
había garras atravesándola, pero no encontraba explicación al brazo que le tapó
la boca ni al que la arrastró por los pelos hasta detrás de la casa más
alejada. Los rugidos tampoco eran de oso, eran mucho más bajos, como los jadeos
del invitado que se había batido a duelo. Debía ser él, sí, su fuerza, su forma
de tensar los músculos eran como los de su padre, la vez que le pegó por
robarle un plato al vecino. Pero esta vez no había robado nada, ¿habrá pensado
que juntar ramas era una ofensa? ¿Por qué le arrancaba la falda? Dolía, más que
los tirones, dolía y quería gritar, pero la mano de oso sin garras lo impedía. Pensó
que su cuerpo debería verse como las ramas quebradas, con sus fibras claras y
puntiagudas sobresaliendo mientras se mecen por la corteza que intenta
mantenerlas juntas, en vano. En algún lado escuchó el crujido, y no recordó
más.
Volvió a despertar en el
claro de Morrigan. No podía moverse, sentía sus brazos y piernas como si fueran
de piedra. Tenía la vista fija en el cielo, y cada tanto veía el pelo verde de
su anfitriona arrastrado por el viento. Caminaba a su alrededor, cantando notas
graves y largas. Le dio algo de beber – no reconoció el sabor y su vista se
nubló. Apenas pudo mantenerse despierta unos instantes, y lo último que recordó
fue ver a Morrigan y al roble acercarse a ella, y susurrarle.
Soñó sueños felices, sueños
de descanso. Luego soñó que debía hacer algo, todo su ser tendía a un fin; no
podía identificarlo, pero corría con Morrigan por el bosque, de noche. En el
sueño no era extraño que sus manos fueran zarpas marrones (de hecho eran
bastante más cómodas para moverse por el bosque). Vieron el pueblo de lejos,
pero Atty sabía que no podía entrar. Se sentó y esperó. Veía que las ramas se
movían por una voluntad que no era la del viento. El viento dejaba estelas que
no había visto antes, y esa noche estaba mucho más arriba. Esperó.
Morrigan regresó al poco tiempo
arrastrando de la pierna a un hombre. Supo enseguida quién era. Asumió que Morrigan
habría hecho algo con él (esas cosas que sólo ella sabía cómo, y que Atty no
cuestionaba), porque no gritaba ni se retorcía. Balbuceaba y babeaba. Cuando
vio a Atty, ella supo que también la reconocía, sus ojos vomitaban pánico. Lo
último que vio el hombre fue a la niña oso abalanzarse sobre su pecho, mientras
la niña árbol lo miraba desde lo alto de una rama.
A unos kilómetros del
pueblo había una cabaña que se conocía deshabitada e inútil. Una mujer entró en
ella y empezó a desatar unas sogas de sus muñecas, alguien que la viera de
lejos pensaría que se quitaba una armadura de cuero. Esperó a que el viento
sople en la dirección que quería, y preparó un fuego para calentar agua. Comió
algo de pan, y comenzó a guardar cada parte del disfraz de corteza de árbol
bajo una tabla del piso, tarareando. Mientras se limpiaba la pintura verde y
los parches de musgo de la cara, pensó en Atty. Para mañana seguramente estaría
muerta, sea por el hambre, el frío o la droga. Lamentaba perder las zarpas que
le ató a las manos, pero contaba con que alguien del pueblo la viera correr a
lo lejos. Había creado a una diosa. Sonrió al pensar en las historias que
nacerían en los siguientes días. Atty era especialmente afortunada, era la
única que habría vivido su parte tangible, la única que había vivido una
historia que no volvería a vivir nadie, nunca.
Mañana habría que ir a otro
pueblo.
El viejo escupió, y se tomó
unos minutos de silencio para indicar que había terminado. El sr. M. le dio un
billete viejo, e inmediatamente miró su reloj, temeroso de estar llegando
tarde. Antes de poder agradecer, el viejo lo interrumpió.
- Teme a los narradores, a
los que saben cómo contar historias. Parecen hombres, pero son de otra especie.
Son pastores, inflaman los sueños de los hombres para trazar los caminos de su
vigilia. Nadie conoce sus intenciones. Saben cuándo y cómo utilizar las
palabras correctas para causar locura y delirios, y la locura y los delirios
son suyos para ser manipulados. Lo único que se sabe sobre ellos es que nunca
jamás dirán “he visto suficiente”.
Le dio la
espalda y se fue.
M. se sintió aliviado por no tener que seguir soportando su
olor.
D:
ResponderEliminarIntresting, por fin leo algo tuyo jaja (aparte de aquellas canciones de quien sabe hace cuanto).
ResponderEliminarSigue asi :)